Llevo 30 años trabajando con niños con problemas del lenguaje y la comunicación,
y tengo que reconocer que en alguna ocasión he querido “tirar la toalla”,
también es cierto que muy pocas.
Llegué a Etiopía rodeada de mi familia,
llevaba años queriendo acompañar a mi hija en esta experiencia,
inolvidable por cierto,
en la que cada uno desempeñaba una función dentro de sus posibilidades y sus conocimientos,
eso si, nadie nunca se quedaba sin hacer nada, en todo momento teníamos nuevas cosas que aprender o que hacer.
Yo como pedagoga y logopeda iba con la función de transmitir mis conocimientos a cuatro PROFESIONALES que llevan el aula de educación especial, y si lo pongo en mayúsculas es porque lejos de transmitir mis conocimientos a ellas, fueron ellas las que me transmitieron unos valores imprescindibles para ejercer de lo nuestro, me transmitieron, sobre todo, paciencia infinita.
Los niños y niñas que hay en ese aula de educación especial son sólo reconocidos por estos profesionales,
son niños que en esta región de Etiopia están condenados a una marginación extrema, menores que son considerados un “castigo divino”,
una vergüenza y sin embargo, son ellas,
esas cuatro Maestras las que están ahí dándolo todo,
enfrentándose a una sociedad que no cree en la evolución de esas niñas y niños.
Fue entonces cuando me di cuenta que no había que educar en método o en conocimiento, si no en Esperanza…
porque cuando estás solo en una sociedad como esa,
que tiene a este colectivo al margen de la misma,
lo que hace falta es esperanza y ganas ,
ganas de luchar por este colectivo tan desfavorecido,
de creer en ellos, atreverse a pensar que siempre puedes conseguir algo aumentando su independencia y su autonomía,
facilitándoles una comunicación basada en la palabra, en el gesto , en la imagen pero sobre todo en el amor,
eso fue lo que aprendí.
El primer día que entre en el aula, pensé: cuantas carencias materiales, quise organizarlo todo, limpiarlo todo…ellas mientras ,miraban y sonreían mientras una de ellas acariciaba la cabeza de Abebe (un niño autista, incomprendido y “maltratado” por la sociedad), consiguiendo así en él una inmensa sonrisa y su bienestar, evitando que rompiese cosas, se alterase o pegase al resto de sus compañeros y compañeras.
Más tarde vi como Sohaye (otra de estas maestras) se llevaba a este mismo niño a su casa, y lo hace siempre, durante la semana para evitarle así pasar por las complicaciones que implica en su caso “la vuelta a casa”. Y yo me pregunto…
Me volví convencida que tenía mucho que aprender, que me habían enseñado mucho y dispuesta a cambiar ciertas cosas de mi metodología de trabajo. Volví feliz y satisfecha por mil motivos, entre otros, porque creo que fui capaz de transmitir, desde el punto de vista profesional, esperanza y perspectiva de futuro a las cuatro maestras y, desde ese momento, amigas.
Sofía Fojón Polanco
Comentarios recientes