Día Internacional de la Solidaridad Humana 2018 por Marta Romero

El Día Internacional de la Solidaridad Humana

  • Un día para celebrar nuestra unidad en la diversidad.
  • Para recordar a los gobiernos que deben respetar sus compromisos con los acuerdos internacionales.
  • Sensibilizar al público sobre la importancia de la solidaridad.
  • Fomentar el debate sobre las maneras de promover la solidaridad para el logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, entre otros, el objetivo de poner fin a la pobreza.
  • Actuar y buscar nuevas iniciativas para la erradicación de la pobreza.

 

Cuando desde la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol me pidieron que escribiese un texto para celebrar el Día Internacional de la Solidaridad Humana –que desde 2005 la Asamblea General de las Naciones Humanas decidió que fuese el 20 de diciembre- se me planteó algo sencillo.

 

Me pidieron que contase mi experiencia con ellos, de la que mientras escribo se cumple ya un mes, para explicar lo que se siente cuando te haces voluntario.

 

Sí, porque una vez que te conviertes en voluntario, ese sentimiento te acompañará siempre.

 

Al principio me pareció algo sencillo, contar algo tan bonito no podía complicarse, pero cada vez que me sentaba delante del ordenador no sabía ni por dónde empezar:

 

¿cómo contarlo todo solo con palabras?

 

¿cómo transmitir lo que yo he sentido ayudando a los demás sin miraros a los ojos, sin haceros partícipes de la sonrisa que me sale cuando pienso en ello?

 

Pues sí, es difícil, pero a la vez sencillo.

 

Y te voy a explicar por qué.

 

Mi experiencia comienza en verano, con un amigo de una amiga, como muchas de las buenas historias.

 

En una tarde de verano, de esas en las que no sabes muy bien qué hacer y quedas con tus amigas a tomar café, sales con la idea de que igual eso es lo que tenía que pasar, que ha llegado la oportunidad para lanzarte a la aventura e irte a cooperar a cualquier país del mundo.

 

Ese amigo fue quién me señaló el punto de África al que ir –Muketuri, en Etiopía– y con quién ir –la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol-.

 

Y ahí comenzaron los ‘estás loca’, ‘dónde vas tú a pasar penas’ y el ‘tú no te lo has pensado bien’.

 

Los locos sois vosotros, la pena es un sentimiento más propio del mundo occidental y pensar está sobrevalorado.

 

Sí, esto es lo que contesto ahora que he vuelto.

 

Y puedo contestarlo porque después de vivir la experiencia del voluntariado, el mundo se ve con otros ojos, unos que aprenden a relativizar, a tener paciencia y a saber que en este mundo injusto los locos son los que creen que no pueden hacer nada.

 

El primer día que llegué a Muketuri, en Etiopía me sorprendió la buena predisposición que tenían todos para que me sintiese como en casa.

 

Una casa en la que ese día no había luz ni agua corriente, la puerta era de hojalata y se cerraba con un palo grueso de madera y en la que, cada día, podrías encontrarte un animal diferente en la cocina.

 

¿Eso era una casa?

 

Sí, tanto los misioneros como Talu, nuestra vecina, me lo demostraron.

 

Era más que una casa, porque aquí aprendes a que una casa es donde quieres volver cada noche, donde encuentras el cariño, la seguridad y la complicidad de quienes se levantan pensando en ayudarte a ti a que te sientas bien, a los que no tienen para comer y a cualquiera que se ponga por delante, sin importar el color, la edad o todo el tiempo que tengan que sentarse contigo.

 

Y es que en Muketuri, en Etiopía el tiempo no existe. O existe, pero no importa.

 

Ese mismo día tuvimos lo que los misioneros llaman allí un Taller de Desnutridos: pesamos y medimos a los niños para poder ayudarles con una dieta que les alimente y les permita salir adelante.

El segundo día, sin embargo, nos perdimos por las clases de la escuela disfrazados de payasos para enseñar a los niños valores tan importantes como el compañerismo.

El tercero, organizamos un partido de fútbol con todos los niños que quisieron acercarse y, el cuarto, dimos clases de inglés a las chicas que están preparándose para la universidad.

Tareas muy variadas que, lejos de necesitar una formación específica, realizamos con ilusión y empeño, poniendo todo de nuestra parte, porque el voluntariado se trata de eso:

 

compartir tu tiempo con ellos, dar todo lo que tienes, por poco que sea.

 

Es la propia ONU la que define la solidaridad como el acto mediante el cual una persona realiza acciones en beneficio de otra sin recibir nada a cambio.

Aunque yo no estoy de acuerdo. Lo que ellos me han dado es, sin duda, mucho más de lo que yo he podido aportar.

Ellos me han regalado la posibilidad de ver las cosas de otra forma.

 

Así, en mi último día en Etiopía, tuve que enganchar una furgoneta tras otra para conseguir llegar al aeropuerto.

 

La primera de ellas, la que me llevó a través de sus increíbles paisajes hasta Addis Abeba, la capital, y en la que, en ocasiones, fui sentada en un bote vacío de pintura dado la vuelta me dejó una de las postales más bonitas de mi experiencia, quizás una que lleve conmigo siempre.

 

Un niño iba dirigiendo el ganado con un palo larguísimo y, cuando nos vio pasar, dejó de atender a su labor para correr y subirse a una roca cercana, saludar y sonreír.

 

Una sonrisa enorme y sincera. No me conocía de nada, pero ahí estaba con toda su ilusión.

 

Por eso, es fácil explicaros con palabras qué es ser voluntario, porque en realidad es eso: es buscar las cosas sencillas.

 

Es no pensar en qué estás haciendo cuando decides irte a cooperar, es simplemente hacerlo.

 

No pensar en las consecuencias de tus acciones, es tan solo actuar para ayudar.

 

Es no pensar en compartir, sino darte cuenta de que ya compartes algo con todos: tu humanidad.

 

Y por esa humanidad compartida estás obligado a trabajar porque todos tienen el derecho a disfrutar de ella.

 

Y eso me lo enseñó Gema, con sus ganas de hacer cosas a todas horas. Emebet, la directora del centro, con un abrazo el segundo día que me dejó sin respiración. Diego y Santiago, con sus tres meses de experiencia en Mizan Teferi y después en Muketuri. Totó con sus lágrimas, Tariku con su predisposición diaria y Beza o Y’itash con sus clases rápidas de amárico y oromifa. Lourdes con su responsabilidad desmesurada por llegar a todo. Loreto pintándose la nariz de rojo para volverse una niña. Esther bailando en Mechela y Etiopía, que la vida son experiencias y convertirse en voluntario es una que necesitarás repetir.

Porque algo de razón sí tenían esos que me llamaban loca, esto te cambia la vida.

 

De ahí que no esté de acuerdo con la ONU, das sin querer nada a cambio, pero recibes mucho más de lo que pensabas.

 

Gracias.

 

Marta Romero (Madrid, 2018)

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