Educar en la Esperanza y el Amor. Día Internacional de las Personas con Discapacidad, 3 de diciembre.

 

Llevo 30 años trabajando con niños con problemas del lenguaje y la comunicación, 

y tengo que reconocer que en alguna ocasión he querido “tirar la toalla”,

también es cierto que muy pocas.

 

Llegué a Etiopía  rodeada de mi familia,

llevaba años queriendo acompañar a mi hija en esta experiencia,

inolvidable por cierto,

en la que cada uno desempeñaba una función dentro de sus posibilidades y sus conocimientos,

eso si, nadie nunca se quedaba sin hacer nada, en todo momento teníamos nuevas cosas que aprender o que hacer.

 

Yo como pedagoga y logopeda iba con la función de transmitir mis conocimientos a cuatro PROFESIONALES que llevan el aula de educación especial, y si lo pongo en mayúsculas es porque lejos de transmitir mis conocimientos a ellas, fueron ellas las que me transmitieron unos valores imprescindibles para ejercer de lo nuestro, me transmitieron, sobre todo,  paciencia infinita.

 

Los niños y niñas que hay en ese aula de educación especial son sólo reconocidos por estos profesionales,

son niños que en esta región de Etiopia están condenados a una marginación extrema, menores que son considerados un “castigo divino”,

una vergüenza y sin embargo, son ellas,

esas cuatro Maestras las que están ahí dándolo todo,

enfrentándose a una sociedad que no cree en la evolución de esas niñas y niños.

Fue entonces cuando me di cuenta que no había que educar en método o en conocimiento, si no en Esperanza…

porque cuando estás solo en una sociedad como esa,

que tiene a este colectivo al margen de la misma,

lo que hace falta es esperanza y ganas ,

ganas de luchar por este colectivo tan desfavorecido,

de creer en ellos, atreverse a pensar que siempre puedes conseguir algo aumentando su independencia y su autonomía,

facilitándoles una comunicación basada en la palabra, en el gesto , en la imagen pero sobre todo en el amor,

eso fue lo que aprendí.

 

El primer día que entre en el aula, pensé: cuantas carencias materiales, quise organizarlo todo, limpiarlo todo…ellas mientras ,miraban y sonreían mientras una de ellas acariciaba la cabeza de Abebe (un niño autista, incomprendido y “maltratado” por la sociedad), consiguiendo así en él una inmensa sonrisa y su bienestar, evitando que rompiese cosas, se alterase o pegase al resto de sus compañeros y compañeras.

 

Más tarde vi como Sohaye (otra de estas maestras) se llevaba a este mismo niño a su casa, y lo hace siempre, durante la semana para evitarle así pasar por las complicaciones que implica en su caso “la vuelta a casa”.  Y yo me pregunto…

 

Qué educador o educadora se lleva hoy en día a un alumno/a a su casa  para poder seguir trabajando sus rutinas, su autonomía y una infinidad de cosas que pude ver con mis propios ojos que trabajaban… Y lo más importante y donde se centraban todas las energías de esta maestra y sus hijos era en ofrecerle el cariño y el apego que tanto le había faltado a él.

 

Me volví convencida que tenía mucho que aprender, que me habían enseñado mucho y dispuesta a cambiar ciertas cosas de mi metodología de trabajo. Volví feliz y satisfecha por mil motivos, entre otros, porque creo que fui capaz de transmitir, desde el punto de vista profesional, esperanza y perspectiva de futuro a las cuatro maestras y, desde ese momento, amigas.

 

Gracias a las cuatro maestras: Sohaye, Derribe, Enat y Aberrash por tanto.

 

Sofía Fojón Polanco

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