Recuerdos de Africa

 

Hace ya unos cuantos meses que volví de Naturomoe, la pequeña misión de la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol, situada al sur de Etiopía, que fue mi hogar durante más de dos meses la pasada primavera. Aunque mi paso fue de todo menos primaveral. 

 

En el entorno del ecuador no existen las estaciones como venimos acostumbrados; en vez de éstas tienen: estación seca y estación lluviosa. Pero este año la ansiada precipitación no llegaba y la temperatura escaló hasta los terribles 50 grados en varias ocasiones durante mi primera semana. Lo más duro del calor es que no hay manera de evitarlo, tu cuerpo necesita un aporte externo de más frío para nivelar la temperatura, y con tan solo un poco de agua de una nevera a 17 grados, cuesta mantener el cuerpo en pie. Nunca me había sentido más cansado que esos primeros días del viaje, donde la siesta era algo inevitable pues tu cuerpo quedaba derrotado después de comer. Pero la sombra que fabricó el padre David, junto con el “efecto botijo”, nos permitieron ganar la partida al sofocante calor del valle del Omo. 

 

Durante las dos primeras semanas tuve la oportunidad de viajar con Eduardo, un fotógrafo de Zaragoza experto en tribus africanas. Con él visitamos decenas de poblados de las que me dijo que eran las últimas auténticas tribus de todo África. Todas ellas con sus lenguas, tradiciones y culturas diferentes. Una de estas tribus es la tribu Nyangatom. Los Nyangatom llevan una vida nómada, pastoreando desde hace siglos en las áridas zonas del valle del Omo. Visten con collares coloridos, son un pueblo recio y guerrero. La misión está en su territorio y ahí mandan ellos.

 

Los misioneros (David Escrich y Ángel Valdivia) tienen una estrecha relación con los miembros de esta tribu. 

 

Durante el primer mes seguí muy de cerca la labor del padre Ángel, yendo de un lado para otro del territorio Nyangatom. Todas las semanas había que impartir misas, visitar proyectos, asistir a discusiones o negociaciones con los ancianos de los pueblos y hacerles propuestas, repartir sacos de comida, ofrecer transporte y ayuda médica, hablar con los directores de las plantaciones de caña, …  Un trabajo de campo que hacíamos a diario subidos en la pick up de la misión; un vehículo con aforo ilimitado en el que animales, sacos de maíz y personas se apretaban para hacerse un hueco en ese único medio de transporte rápido. Yo desde el asiento del copiloto recolectaba los cargadores de las AK-47 para evitar problemas accidentales, y con el disco de Dire Straits sonando a todo volumen, recorríamos la solitaria carretera de aquel paisaje desértico y llano. 

 

A veces iba detrás, donde me metía en las conversaciones y risas de los pasajeros que me miraban asombrados. Si de algo aprendí en ese maletero fue de la capacidad de sufrimiento que tiene esta gente. No se quejaban, aunque se tuvieran que sentar aplastados entre sacos de comida. Yo también buscaba mi huequecillo y me las tuve que ver con viajes realmente poco cómodos desde el punto de vista occidental. Recuerdo con especial ¨cariño¨ un viaje que hice con una cabra que aplastaba mi pierna derecha cortándole la circulación, yo peleaba para salvar la pierna mientras los demás se reían de mi inútil intención.

 

Cada día que pasaba me acostumbraba más a la vida en la misión, al calor, a la comida picante, al cansancio y al trabajo duro. Aprendí a arreglar fugas en tuberías, a usar un machete, a curar quemaduras, a cocinar “chapati keniata”, … Aprendí sobre las costumbres y el humor de los locales, sus inquietudes, preferencias y creencias. Me sorprendió la cantidad de cosas que sabían y todo lo que podía sacar de ellos. Éstas primeras semanas fueron toda una lección de humildad. 

 

Pero mi intención no sólo era de aprender y tener experiencias sino de aportar.

Me esforcé en ser de ayuda a la hora de resolver los problemas, especialmente los relacionados con ingeniería; arreglar un cortocircuito, cementar un camino o hacer cálculos de materiales para la construcción de un aula, … lo que surgiera en cada momento.

Trabajos de campo que distaban mucho de mi paso por la Escuela de Ingenieros de la Politécnica de Madrid, pero que, por alguna razón, yo era el indicado en llevarlos a cabo.

Al principio no me resultó fácil, estaba acostumbrado a buscarme la vida, pero esto era a otro nivel. Ahora mis cálculos tenían importancia e impacto.

Volví a recibir una buena dosis de humildad, esta vez en un terreno que yo creía conocer, el de la ingeniería.

Me di cuenta de todo lo que desconocía y todo lo que me quedaba por aprender incluso en las cosas más simples.

 

Durante el viaje también pude visitar otras partes del país. Fuimos en Semana Santa a una de las ciudades más pobres y peligrosas de Etiopía; la ciudad de Gambela, famosa por sus altercados y sus ya veteranos campos de refugiados. 

 

La belleza y la pobreza de un país así te dejan sobrecogido. Ves escenas que impactan, gente que sufre y tragedias sin parangón con las que sufrimos en Europa. Muchas han sido las aventuras y las anécdotas del viaje. Experiencias que te tocan el corazón, verdaderas lecciones de vida. 

 

Me he dado cuenta que “cambiar las cosas” es muy difícil; que tu granito de arena es sólo eso, un mísero e insignificante granito. Pero que aún así, nuestro deber es intentarlo con tesón y sacrificio. 

 

Sólo me queda agradecer a personas cómo Ángel, David y Zaqueo (catequista en la Misión) su labor y a tantos misioner@s por el mundo que dedican su vida por los demás. 

 

Dios pone los retos más difíciles a las personas más valientes. 

 

Muchas gracias a todos ellos.

 

Alfonso Cubillo

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